Los excesos del desarrollismo están llevando a la humanidad al abismo, por lo que la nueva idea de progreso debe volver a recuperar la intención de antaño, de unir el progreso con la emancipación de los seres humanos, retomando el impulso del “sí podemos” que ha caracterizado los movimientos transformadores de la izquierda durante décadas.
El progreso es una idea inventada ya en el siglo XVIII, la época de la Ilustración y de las revoluciones, pero a veces es difícil mantener esa idea viva en nuestro propio tiempo. En Francia, los revolucionarios derrocaron la monarquía y el "orden natural" –la mayor herejía en aquel momento–. Los Padres Fundadores de los Estados Unidos, imbuidos de la noción de progreso, la legaron a generaciones de norteamericanos. Cuando floreció, la idea de progreso estaba reducida a Occidente, a lo que se podría llamar "zonas de Ilustración", y a las clases sociales con una educación relativamente alta. A lo largo de las décadas siguientes, los pensadores y los activistas creían en la emancipación humana y luchaban por ella, por la erradicación de la esclavitud, por una nueva vida para los inmigrantes, por los derechos de los trabajadores, de las mujeres y de las minorías.
En aquella época, la ciencia y la tecnología parecían desarrollarse con tal rapidez y seguridad, solucionando tantos problemas y haciendo la vida más fácil para millones de personas, que era fácil pensar –en la Gran Bretaña del siglo XIX, por ejemplo– que la humanidad marchaba camino al éxito, hacia horizontes cada vez más brillantes.
La noción de "desarrollo" caracterizó la versión del progreso del siglo XX. Al menos hasta la aparición –a mediados de la década de 1990– de los informes sobre desarrollo humano de Naciones Unidas, los "promotores oficiales del desarrollo", como el Banco Mundial, confundían el crecimiento económico con el bienestar de las personas y, al impulsar grandes programas como la "revolución verde", contaban con la ciencia y la tecnología para erradicar la pobreza y la desigualdad. China aún sigue un camino similar, propio del siglo XIX, con una fe sin igual en el progreso tecnológico y mostrando escaso interés por la libertad de los seres humanos o por los límites que impone la ecología.
Las dos guerras mundiales, la Shoá, los horrores del colonialismo que fuimos conociendo poco a poco, la carrera armamentística nuclear y los desastres nucleares contribuyeron a erosionar la fe en el progreso en el siglo XX. El cambio climático, las múltiples crisis financieras, la crisis del petróleo y las amenazas de las hambrunas y del terrorismo cumplen la misma función en el siglo XXI. Parece que por fin empieza a entrarnos en la cabeza que la civilización podría ir hacia atrás y que, en estos momentos, seguramente la estamos empujando en esa dirección.
Históricamente hablando, sólo la izquierda, sólo las fuerzas progresistas, han generado progreso en forma de emancipación de los seres humanos. Así, la pregunta que TEMAS hace a sus autores –“¿cuál sería la nueva idea de progreso para la izquierda en el siglo XXI?”– se revela urgente.
Intentaré contestarla señalando primero la distinción necesaria entre los avances científicos y tecnológicos y el progreso humano. En el pasado iban de la mano; hoy, sin embargo, el debate, la discusión, radica en saber si los desarrollos científicos verdaderamente constituyen progreso o no. Ahora, con frecuencia, la izquierda debe detener aquello a lo que la derecha llama “progreso”, una idea inconcebible para los progresistas de hace cien años. En la actualidad, cuando el supuesto “progreso” está controlado por las corporaciones transnacionales centradas exclusivamente en el beneficio y en la apertura de nuevos mercados, ello se convierte en un deber para los progresistas.
El ejemplo de los organismos genéticamente modificados (OGM) ilustra esta idea. Aunque hasta ahora nadie ha probado de manera concluyente que los OGM son peligrosos para la salud de las personas, es evidente que generan un impacto medioambiental negativo y que pueden extender o acabar con la libertad de los agricultores para cultivar de forma orgánica o tradicional. Conscientes de que las corporaciones transnacionales controlan los OGM –en especial Monsanto y su enorme legado de productos nocivos– los progresistas hacen bien en impedir el cultivo de OGM si no es en condiciones estrictamente establecidas.
No necesitamos más energía nuclear sino más bien, como en España, mucha más inversión en energía eólica y demás energías alternativas. Tampoco necesitamos nuevos aviones de combate, por mucho que interese al complejo militar industrial, sino más bien investigación y desarrollo de materiales ligeros para construir aviones comerciales que consigan reducir drásticamente las cantidades de gasolina que consumen. Como ha señalado el filósofo Paul Virilio, toda tecnología contiene su propio accidente: el avión que se estrella, el ordenador que se bloquea con catastróficas pérdidas de información, la fusión de un reactor nuclear, las plagas originadas por la involuntaria liberación en la naturaleza de organismos manufacturados, los vertidos de petróleo, las explosiones químicas… la lista es larga. El deber de los progresistas es aplicar de manera rigurosa el principio preventivo de intentar controlar las corporaciones que tratan de controlarnos. Esto exige perseverancia y que las organizaciones políticas transnacionales equiparen sus estrategias con las de las propias corporaciones.
La cuestión del progreso en el sentido de la emancipación de los seres humanos es distinta. Aquí, evidentemente, la izquierda no está llamada a impedir, sino a buscar y a encontrar nuevas vías, de la misma manera que todos los progresistas habidos y por haber lo han intentado. Todos ellos tuvieron que luchar con múltiples formas de opresión en las difíciles condiciones de su tiempo, y la mayoría de ellos, admitámoslo, fracasaron. Espartaco no consiguió acabar con la esclavitud en la antigua Roma, y hasta el siglo XIX ésta no se pudo erradicar. Cientos de filósofos, protocientíficos, pensadores y personas inocentes acabaron quemados en la hoguera cuando el poder de la Iglesia no podía ser detenido. Durante siglos, Europa llevó a cabo guerras sangrientas que provocaron un número incontable de muertes innecesarias hasta que una Europa unida terminó con ellas. Las mujeres no fueron completamente reconocidas como seres humanos hasta hace menos de cien años y todavía intentan alcanzar la igualdad total, incluso en las sociedades “avanzadas”. Los derechos humanos siguen siendo ignorados en muchos sitios, también en Occidente, de forma que aún nos quedan muchas metas y muchas áreas en construcción en el siglo XXI.
Desafíos
El desafío sin precedentes que se plantea hoy a los progresistas es ser activos en todos los frentes geográficos. Hasta hace poco bastaba con intentar resolver los problemas del propio país –sueldos decentes, condiciones de trabajo óptimas, asistencia sanitaria adecuada, educación universal, separación de Iglesia y Estado, etc–. No cabe duda de que las cuestiones nacionales siguen siendo importantes. Pero también lo son las cuestiones locales. Cada vez más, sin embargo, vemos que las fronteras de nuestras vidas van mucho más allá de nuestras fronteras nacionales. Los europeos tienen que saber que actualmente el 85% de la legislación que gobierna sus vidas no proviene de su Parlamento nacional, sino de Bruselas, y que la Unión Europea tiene el control del modelo económico neoliberal, guiado por intereses comerciales hasta el punto de excluir cualquier consideración de progreso social.
Recientemente, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha anunciado tres decisiones que obligan a Suecia, a Finlandia y a Alemania a aceptar mano de obra de Europa oriental con salarios un 50% inferiores a los de sus trabajadores nacionales. Estas decisiones, que tienen su base en la “libre prestación de servicios”, sitúan a los trabajadores europeos en competición directa y lanzan una “carrera hacia mínimos” en lo que respecta a salarios y condiciones de trabajo. En el Tratado de Lisboa, la palabra “mercado” aparece 63 veces, “competencia” 25 veces, “progreso social” consigue tres menciones y “desempleo” ninguna. La Comisión insiste en que no se apliquen restricciones a la libre circulación de bienes, servicios, personas y capitales. ¿Podemos albergar esperanzas de gravar las transacciones de capitales internacionales –como Attac propone desde hace años– si no es posible aplicar “restricciones” y es la Comisión (con sus miembros no electos), o el Tribunal Europeo, quien decide? Siglos de progreso europeo pueden quedar anulados y borrados si los progresistas no consiguen controlar esta Europa neoliberal; tarea que debemos llevar a cabo mediante una organización transfronteriza similar a la de las élites europeas que disfrutan hoy de unas condiciones extremadamente beneficiosas para sus intereses.
La tarea de introducir asuntos de vital importancia en la agenda internacional constituye un proceso terriblemente lento, no digamos si queremos que se tomen medidas. Hicieron falta más de veinte años para convencer a las autoridades nacionales e internacionales de la realidad y del peligro del cambio climático, lo que nos da una idea de hasta qué punto se contentaban con escuchar a las corporaciones, en especial a las empresas petroleras. Ahora que todos somos concientes de las amenazas, los líderes aparecen, una vez más, paralizados. Sabemos que los refugiados por el cambio climático llamarán a nuestras puertas en cuestión de años y, sin embargo, no nos estamos preparando para ello. Sabemos que, una vez más, las hambrunas acechan al mundo, que decenas de millones de personas que han sobrevivido a una vida de hambre permanente caen de nuevo en esa pesadilla y, aun así, seguimos produciendo biocarburantes en lugar de cultivos alimentarios, y no hacemos esfuerzos por contener a las fuerzas del mercado que conducen a las hambrunas masivas.
Los progresistas tienen que desembarazarse de una vez por todas del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y de la Organización Mundial del Comercio, y sustituirlos por las organizaciones internacionales que de verdad respondan a las necesidades de las (desatendidas) tres cuartas partes de la humanidad. Para cuando falleció, en 1946, John Maynard Keynes ya había elaborado el proyecto que serviría a estas organizaciones. No sería mala idea desenterrarlo y mejorarlo para adaptarlo a las necesidades actuales.
En todas partes vemos a las elites ansiosas por acabar con el progreso democrático de los siglos pasados y por conseguir que dirigentes no electos (la Comisión Europea, por ejemplo) o tecnócratas (el FMI, la OMC) sean fieles a sus propios intereses. La lucha constante de los progresistas por preservar la democracia les enfrenta a quienes tratan de socavarla: el déficit democrático debe ser el nexo de toda nuestra acción futura.
Quizá porque es consciente de todo esto, Barack Obama ha surgido del casi anonimato político para ocupar un lugar preeminente en el imaginario colectivo y, esperemos, pronto también en el despacho del presidente de los Estados Unidos. Utilizando un magnífico lenguaje, es capaz de hacernos comprender el significado de nuestras tradiciones y de nuestros logros. Cada vez que hemos oído que no estábamos preparados, que no merecía la pena intentarlo, que nunca conseguiríamos nada, respondimos "yes we can" (sí, podemos). Los autores de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, los esclavos y los abolicionistas, los pioneros y los inmigrantes, los trabajadores y las mujeres, los impulsores del New Deal y los astronautas, todos ellos respondieron "yes we can".
La Historia de la humanidad –y por ende la lucha por la emancipación de los seres humanos– no ha terminado, y no debemos ofender a las generaciones futuras. Ojalá los progresistas de todo el mundo, sobre todo los europeos, se unan alrededor de estas palabras: yes we can.